En este mundo mío (lindo, feo, grande, chico, qué sé yo) van haciendo clics, como estrellitas modestas de Navidad, todas estas categorías, para brindar el espectáculo, en mi mente, de una ópera de cámara, mitad teatro, mitad película en vivo, que sea puro sonido; o su equivalente literario: puro temblor poético. La búsqueda o el hallazgo de un temblor poético (¿o una vibración acústica?) como la provocada por Esper en su novela, es tan cercana como inasible, pero está "toda ahí", como la Hilda resucitada, sin explicación ni necesidad de ella.
En mi mundo, el diálogo entre lo concreto y lo abstracto, es tensado, hasta el extremo de que ambas categorías desaparecen, se mezclan y se confunden. Es una dialéctica que se ha vuelto una ruta transitada y bien conocida por la mayoría de las obras que escribí en los últimos años. Se fue dando así, naturalmente y sin discurso, y es ahora cuando encuentro algunas palabras para definir este proceso, no tanto para explicar lo que ya hice, sino lo por venir.
Cuando lo concreto "está al palo", se vuelve translúcido y
abstracto, casi ridículo y ajeno. Enajenado. Es como mirar una botella de aceite Marolio
por horas: la botella se vuelve otra cosa, mágica y surreal, una experiencia
casi metafísica, donde lo amarillo en sí, descansa en el espectro armónico de un instrumento de metal.
-Marolio, ¡qué óleo!, dice la subvoz de un pasado lejano que remite a la poesía contundente de la rima perfecta.
Todos estos teatros que tengo en mi mente, por alguna razón, - tal vez tozudez, buena suerte y la mano mágica de Pierre Alain Monot- llegaron a buen puerto cuando escribí y monté mi ópera "El extranjero", en Alemania, en el año 2024, basada en la novela de Alberto Camus. Escribí la ópera que quería escuchar, destinada a esa audiencia, egoísta y parcial, de una sola persona: la persona que la hizo. Y quiero más.